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Karma Lotto

El éxito no es la clave de la felicidad. La felicidad es la clave del éxito

-Albert Schweitzer



El sol se ponía sobre Jurong East, formando largas sombras sobre las hileras de apartamentos HDB (programa subsidiado por el estado de Singapur) que definían el paisaje de la zona. Los edificios de hormigón se erguían como centinelas bajo la suave luz del atardecer. Su diseño simplista distaba mucho de la ostentación y el glamour de los lugares más emblemáticos de Singapur. A diferencia de las gigantescas torres de Marina Bay Sands o los futuristas Supertrees en Gardens by the Bay, Jurong East era un distrito anclado en la realidad. La lucha diaria de la vida se podía notar en estos edificios, que se caracterizaban por su practicidad y finalidad.

El barrio era una mezcla de gris y beige. Los edificios de apartamentos priorizaban precio sobre estética y alojaban a familias cuyas actividades diarias llenaban el aire con aromas de platos y sonidos familiares de las rutinas vespertinas. Las alegres risitas de los niños llegaban de los parques infantiles cercanos, mientras los vendedores ambulantes anunciaban a viva voz sus mercancías a todas horas del día. Ofrecían fruta variada y tentempiés junto con comidas para los lugareños que regresaban a casa tras un duro día de trabajo.

Comparado con el ambiente de Orchard Road, repleto de tiendas de lujo y establecimientos gastronómicos de categoría, Jurong East es un lugar al que la gente acude para cubrir sus necesidades básicas. Los centros comerciales JEM y Westgate ofrecen una gama de opciones comerciales y gastronómicas para socializar sin la extravagancia que se encuentra en otras partes de la ciudad. Los habitantes de esta zona llevan una vida marcada por el trabajo y responsabilidades familiares, con sueños limitados por los aspectos prácticos de residir en uno de los barrios acomodados de Singapur.

Muchos emigrantes que viven en Jurong East ven esta zona como un lugar de oportunidades y retos. Llegan a Singapur atraídos por la promesa de un trabajo estable y una vida mejor. Sin embargo, luego se enfrentan a la complicada tarea de equilibrar la presión de largas jornadas laborales, horarios ajustados e ingresos limitados para mantener a sus familias y, al mismo tiempo, aferrarse a sus raíces culturales y tradiciones. A diferencia de los distritos más ricos, donde los expatriados viven en condominios de gran altura y se divierten en clubes privados, la comunidad de esta zona suele vivir en alojamientos más sencillos, compartiendo pasillos con compañeros trabajadores inmigrantes, lugareños y otros expatriados de bajos ingresos que han hecho de este lugar su hogar.

La comunidad india desempeña un papel importante en la economía de Singapur contribuyendo a la mano de obra en diversos sectores como la construcción y la tecnología de información, así como en las industrias de servicios. Para ellos, las largas jornadas y el trabajo duro son la norma. Mientras algunos miembros de esa comunidad mejoran su estatus social y económico, otros trabajan en empleos exigentes que pagan salarios bajos, lo que difiere de la imagen glamurosa de Singapur como centro financiero mundial.

Como muchos otros del edificio, el modesto apartamento de tres habitaciones de Sameer era pequeño y práctico. Las habitaciones estaban distribuidas de forma eficiente, cada una cumpliendo su función sin demasiadas comodidades ni excesos. Las paredes eran delgadas, las instalaciones básicas, pero era un hogar, donde el amor y la lucha coexistían, y los sueños se alimentaban no de la búsqueda del lujo, sino de la esperanza de un futuro mejor. La modestia de su piso reflejaba la sencillez y humildad de sus condiciones de vida.

Sameer Bhatia era un hombre de 49 años y baja estatura, que medía poco más de 157 cm. Su complexión regordeta se veía aligerada por el peso extra que llevaba en el vientre, resultado de largas horas de trabajo sedentario y de comidas copiosas y agradables que su esposa, Indira, preparaba a diario.

Su rostro redondo, enmarcado por un cabello negro y ralo, ahora cubierto de canas, mostraba las huellas de una vida dedicada a equilibrar las exigencias del trabajo y la familia. Su piel negra, antes suave e inmaculada, mostraba ahora sutiles signos de la edad, estrés y tristeza ocasional producto de noches de insomnio. Una barba espesa y descuidada cubría su mandíbula, añadiendo un toque de rudeza. Su papada, acentuada por la plenitud de su rostro, contribuía a la naturaleza general de su aspecto, confiriéndole un aura amable, casi paternal, que lo hacía accesible y cálido a pesar de la fatiga que a veces mostraban sus pequeños pero expresivos ojos.

Sus manos eran pequeñas pero fuertes, con dedos ligeramente gordos y llenos de callos, producto de años de teclear en la computadora. A pesar de estar moldeadas por el trabajo, estas manos eran delicadas cuando sujetaban a sus cuatro hijos o consolaba a su esposa, prueba de la pasión que contradecía su exterior algo voluminoso.

Era la primera hora de la tarde y Sameer llevaba un rato observando la ciudad desde su ventana. El ruido diario del tráfico y la lejana vibración del tren de cercanías eran un eterno recordatorio del exigente ritmo de vida de Singapur. Sin embargo, en Jurong East, el icónico horizonte de la ciudad no era más que un recuerdo, una silueta lejana que parecía estar a mundos de distancia de la realidad vivida en su barrio.

Se había pasado todo el día esperando una llamada en su oficina de casa. Era un espacio pequeño y desordenado en un extremo de su apartamento, ubicado entre el salón y el dormitorio de los niños. Un simple escritorio, erosionado por años de uso, dominaba el lugar, con su superficie cubierta de pilas de papel, bocetos a medio terminar y algunos juguetes al azar dejados por sus hijos. Las paredes estaban adornadas con estanterías llenas de libros sobre diseño web, algunos manuales técnicos y unas cuantas novelas que no había encontrado tiempo para leer.

En los rincones de las estanterías se amontonaban fotos familiares de India que recordaban una vida vivida antaño en las animadas calles de Kochi, Kerala. Las imágenes captaban momentos de tiempos más sencillos: Sameer e Indira frente a una casa tradicional india, el aire cálido y tropical susurrando las palmeras del fondo. También había imágenes de reuniones familiares, en ellas se veían sonrisas de seres queridos bajo el resplandor dorado del sol indio, mujeres con coloridos saris y hombres con atuendos tradicionales, símbolo de la rica cultura y las tradiciones con las que habían crecido.

Durante los últimos años, Sameer había trabajado en una empresa tecnológica de tamaño medio llamada WebWave Solutions, situada cerca del Distrito Central de Negocios (CBD). La empresa le permitía trabajar en remoto, pero también esperaba que estuviera siempre disponible. El arreglo le permitía ahorrar dinero en desplazamientos diarios y comidas caras en la oficina y pasar más tiempo con su familia. Sin embargo, también lo obligaba a adaptar su espacio de trabajo a un área de por sí limitada, lo que complicaba los límites entre el trabajo y el hogar hasta el punto de hacerlos inexistentes.

Hacía tres años aceptó su actual puesto de diseñador web, plenamente consciente de su carácter exigente, pero con la promesa de un ascenso a gerente en poco tiempo. Resultó ser peor de lo que pensaba. La constante lluvia de correos electrónicos, los horarios interminables, los mensajes conflictivos y las peticiones de última hora de los clientes le hacían sentir que siempre estaba trabajando y que nunca podía desconectar ni tomarse vacaciones.

Sameer acababa de acomodarse en su silla cuando su teléfono vibró sobre el escritorio, rompiendo el apacible silencio vespertino. El nombre «Ishaan» apareció en la pantalla. Ishaan Tandon había sido el mejor amigo de Sameer desde que eran jóvenes. Se conocieron en la India, y fue quien ayudó a Sameer y a su mujer a acomodarse cuando recién se mudaron a Singapur.

Ishaan, siempre el alma de cualquier fiesta, era un hombre alto y delgado con el cabello rizado y una risa divertida que podía llenar una habitación. Su comportamiento alegre a menudo ocultaba una profunda preocupación por los que le importaban. Esa noche, esa preocupación se hizo evidente en la forma en que saludó a Sameer.

−Hey, Sameer, ¿cómo te va, yaar? −La voz de Ishaan era tan animada como siempre, pero había una tensión subyacente que Sameer no podía pasar por alto.

−Estoy bien, Ishaan −respondió Sameer, haciendo acopio de entusiasmo−. Lo de siempre, el trabajo, los niños, ya sabes cómo es. −Hubo una pausa al otro lado de la línea, lo suficiente para que Sameer intuyera que algo no iba bien−. Bueno… ¿te has enterado de algo?… Llevo todo el día esperando tu llamada.

Ishaan suspiro, y Sameer casi pudo imaginarse a su amigo frotándose la nuca, un hábito que tenía cuando daba malas noticias. −Mira, tío…, acabo de oír algo en la oficina.

El corazón de Sameer comenzó a latir un poco más rápido. −¿Qué has oído?

−Ok… He oído una conversación entre los peces gordos. Parece que el ascenso a jefe que esperabas no se va a dar. Han decidido dárselo a otra persona. Lo siento, Yaar −dijo Ishaan.

Cuando Sameer se enteró de la noticia, se le revolvió el estómago con una mezcla de emociones. Decepción y frustración se apoderaron de él al procesar lo que había ocurrido, más aun después de todo el trabajo duro y dedicación que había puesto a sus proyectos a lo largo del año con la esperanza de ascender en su carrera. El anuncio fue un shock devastador. Sameer apretó los puños por un momento, sintiendo el calor de la ira crecer en su interior. Quería gritar, exigir respuestas, cuestionar la injusticia, pero no lo hizo. Se limitó a mirar al suelo sin decir una palabra mientras sentía una exaltación en el pecho. 

¿Cuánto tiempo más puedo seguir pretendiendo como si esto no fuese doloroso?, pensó en su mente.

−¿Estás seguro? −preguntó Sameer, su voz apenas superaba un susurro, la incredulidad y el dolor evidentes.

−Me temo que sí, Sameer −respondió Ishaan, con un tono lleno de empatía−. Dicen que es porque el otro -Rajat, creo que se llama- ha sido más “visible” con sus contribuciones. Ya sabes cómo van estas cosas; no se trata solo del trabajo, se trata de quién hace más ruido.

Sameer sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Siempre había sido callado, el caballo de batalla que hace su trabajo sin buscar ser el centro de atención. No estaba en su naturaleza ir con todo o reclamar atención. Siempre creyó que la calidad de su trabajo hablaría por él. Sin embargo, era la tercera vez que le prometían falsamente un ascenso y no podía creer que hubiese vuelto a ocurrir.

−¿No es Rajat el joven malayo que se unió hace unos tres meses?… No sé qué decir, tío −murmuró Sameer, y la realidad de la situación empezó a afectarlo. 

Contaba con este ascenso, no solo por el aumento de sueldo, sino por la confirmación de que todo su trabajo había servido para algo, de que no estaba perdiendo el tiempo.

−Lo sé, tío, no es justo −dijo Ishaan con voz suave−. Tú te merecías ese ascenso más que nadie. Te has partido el culo durante años, y deberían verlo. Pero la política corporativa… es un juego sucio.

Sameer tragó con fuerza, luchando contra la decepción y la ira que llevaba dentro. −Pensé… pensé que por fin era mi oportunidad, Ishaan. No sé qué voy a decirle a Indira. Ella también contaba con esto.

Se hizo un silencio incómodo en la línea. Entonces Ishaan, siempre optimista, intentó ofrecer algo de consuelo. −Sameer, escúchame. Esto no te define. Eres uno de los mejores diseñadores que conozco, y si no pueden verlo… que se jodan. Ya llegará algo mejor; ¡creo que es hora de buscar otro trabajo, tío!

Sameer asintió, aunque Ishaan no podía verlo. Agradecía el apoyo de su amigo, pero el dolor de este contratiempo era demasiado para él. −Ya lo he intentado durante meses. El mercado está complicado ahora y necesito el dinero. No puedo permitirme estar sin trabajo ahora mientras busco otro… De todos modos, gracias, Ishaan. Solo necesito algo de tiempo para procesar esto.

−Por supuesto, Yaar. Tómate todo el tiempo que necesites. Y si alguna vez quieres hablar o simplemente tomar una cerveza y olvidarte de todo un rato, ya sabes dónde encontrarme −dijo Ishaan.

Sameer logró esbozar una pequeña sonrisa a pesar del dolor que sentía en el pecho. −Gracias, Ishaan. Hablaremos más tarde.

Tras finalizar la llamada, Sameer se reclinó en su silla y se quedó mirando el sucio techo, todavía digiriendo la noticia en medio de una habitación sumida en un gran silencio. Sin embargo, en su interior se desataba una tormenta de emociones: ira, tristeza, decepción y miedo. Había trabajado mucho y se había sacrificado, pero no fue suficiente. La idea de decírselo a Indira y enfrentarse a otro fracaso era muy dolorosa.

Sameer respiró hondo, tratando de calmarse, pero el dolor en su corazón seguía ahí. Siempre se había enorgullecido de su capacidad para mantener a su familia, de ser la presencia fuerte y fiable con la que podían contar. Pero esa noche, sentado a solas en la débil luz de su pequeño despacho, se sentía cualquier cosa menos fuerte. Se sentía perdido, derrotado y, sobre todo, pequeño en un mundo que parecía decidido a mantenerlo así.

Treinta minutos más tarde, Indira llegó del supermercado con los niños. Saludó e inmediatamente se dirigió a la pequeña cocina para preparar la cena. Rápidamente, el aroma de las especias empezó a llenar el apartamento, mezclándose con el leve olor a detergente de la tanda de ropa que había tendido antes. Indira era la piedra angular de la familia, su energía y optimismo se diferenciaban de la tranquila melancolía de Sameer.

Era ligeramente más alta que Sameer, y su esbelta figura contrastaba con la redondez de él. A sus 44 años, tenía un aspecto elegante y solía recogerse el cabello largo y oscuro en un moño suelto para que no le estorbara mientras se ocupaba de la casa y hacía su trabajo.

El rostro de Indira era delicado, afilado, suavizado por una sonrisa amable y siempre presente. Incluso frente a los numerosos retos a los que se enfrentaba, sus ojos, de un marrón profundo y cálido, estaban llenos de una fuerza tranquilizadora. Su piel, un tono más claro que el de Sameer, tenía un brillo natural similar al de su espíritu inquebrantable y al amor que ponía en todo lo que hacía. 

Trabajaba a tiempo parcial como peluquera, compaginando su trabajo con la responsabilidad de criar a sus cuatro hijos. A pesar de la presión financiera, se las arreglaba para mantener el hogar en buenas condiciones, estirando su limitado presupuesto con su ingenio para cubrir todo lo esencial.

Sameer seguía atrapado en sus pensamientos cuando oyó la voz de Indira llamando a los niños para cenar. Pudo oler que el tradicional “dal” indio estaba listo y ya puesto sobre la mesa.

Sus cuatro hijos eran alegres y aportaban una energía constante a su pequeño apartamento. Lila, la mayor, de ocho años, era un reflejo de su madre, con los mismos ojos marrones y complexión delgada. Era una niña atenta, que a menudo ayudaba a su madre en la cocina o cuidaba de sus hermanos pequeños. Jai, el hermano gemelo de Lila, era compacto y fuerte como su padre, aunque su energía juvenil le hacía parecer casi ingrávido cuando correteaba por el piso.

Los más pequeños de la familia eran Arya y Kavi, dos gemelos de cuatro años que llenaban la casa de personalidades distintas. Arya era la más tranquila de los dos, con un cuerpo pequeño y delicado y unos ojos grandes y curiosos que parecían absorber todo lo que la rodeaba. Kavi, en cambio, era un niño con una energía infinita. Su pequeño y sólido cuerpo estaba en constante movimiento mientras exploraba cada rincón de su casa.

−Sameer, la cena está lista −gritó Indira, su cálida voz siempre hacía que el pequeño espacio pareciera un hogar gigante. Estaba en su elemento, moviéndose entre los fogones y la encimera con facilidad. Aunque pequeña, la cocina era el lugar donde más brillaba su creatividad. Podía convertir los ingredientes más simples en una comida nutritiva y reconfortante.

A pesar del limitado espacio en el apartamento de la familia, cada rincón desprendía calidez y mostraba un hogar ocupado y atento. El acogedor salón era el centro donde los miembros de la familia se reunían cada tarde para relajarse y estrechar lazos; el desgastado sofá fue testigo silencioso de momentos compartidos a lo largo del tiempo. Sencillas piezas de arte indio y preciadas fotografías familiares adornaban las paredes con gracia, mientras que la humilde mesa de centro, a menudo cubierta de juguetes infantiles y revistas de Indira, mostraba marcas de años de uso. Un poco más allá, el comedor estaba ordenado, con una desgastada mesa de madera en la que cabían cómodamente seis miembros de la familia.

Después de cenar, metieron a los niños en la cama; el suave zumbido del ventilador de techo del pequeño salón sustituyó a sus risas y su energía juguetona. Sameer e Indira se sentaron frente a frente en la mesa del comedor, con los restos de la comida aún esparcidos por ahí, platos con trozos de arroz, la fuente vacía de dal y una taza de chai a medio terminar que se había enfriado en manos de Indira.

Sameer había guardado un silencio inusual durante toda la cena, sumido en sus pensamientos sobre la conversación que sabía que tenía que tener con su mujer. 

Sintiendo su inquietud, Indira esperó pacientemente, escrutando su rostro en busca de un indicio de lo que le preocupaba.

Finalmente, respirando hondo, Sameer rompió el silencio: −Indira… Ishaan me llamó hace un rato con noticias de la oficina.

Ella lo miró, con expresión suave pero preocupada. −Bueno, por tu cara, supongo que no has conseguido el ascenso.

Sameer asintió lentamente, luchando por encontrar las palabras adecuadas. Había ensayado esta conversación cientos de veces desde la llamada de Ishaan, pero ahora, sentado ahí con Indira, se sentía tan avergonzado que comunicarse le resultaba imposible.

−Me temo que es cierto. No he conseguido el ascenso −dijo finalmente, con la voz apenas por encima de un susurro. En la pequeña sala se palpaba la decepción.

El rostro de Indira se descompuso y sus ojos reflejaron la tristeza que sentía por él. Se acercó a la mesa y le puso suavemente la mano encima. −Oh, Sameer… lo siento mucho.

Sameer bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas, sintiendo la calidez del tacto de ella contrastar con el frío nudo de fracaso que se había instalado en su pecho. −Creía de verdad que esta vez… esta vez sería diferente −murmuró, con la voz cargada de emoción−. He dado todo lo que tengo, y sé que la empresa ha ganado mucho dinero gracias a mí, y aun así no es suficiente.

Indira le apretó la mano, con el corazón roto por el hombre al que amaba. Sabía lo mucho que ese ascenso significaba para él, no solo por el alivio económico que le habría supuesto, sino por la validación que necesitaba desesperadamente. −Eres suficiente, Sameer. Siempre has sido suficiente −dijo en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas−. Esto no cambia nada.

Sacudió la cabeza, sintiendo cómo la frustración y el dolor salían a la superficie. −Pero pareciera que sí lo hace. ¿Cómo puedo mirar a los niños ahora?… ¿Cómo puedo vivir con la idea de que piensen que su padre no es lo suficientemente bueno para darles la vida que se merecen? Hablamos de cambiarlos a un colegio mejor o de actividades deportivas extraescolares, lo cual es imposible sin el dinero extra. Siento que en India… ¡Se suponía que aquí tendríamos una vida mejor! Esto debía ser un nuevo comienzo, pero después de todo este tiempo… me siento estancado e incapaz de cambiarlo.

Indira se inclinó hacia delante, con voz firme pero llena de amor. −Sameer, nos has dado todo lo que importa. Nos has dado tu amor, tu tiempo, tu dedicación… A los niños no les importan las actividades ni las escuelas lujosas; les importas tú.

Los ojos de Sameer por fin se encontraron con los suyos y, en ese momento, las lágrimas que había estado conteniendo empezaron a caer. −Solo quería darles más, para facilitar las cosas −dijo, con la voz quebrada.

Indira se levantó y se puso a su lado, rodeándolo con los brazos y estrechándolo contra sí. −Nos has dado más de lo que crees, Sameer. Para ser felices, no necesitamos más dinero ni una casa más grande.

Sameer enterró la cara en su hombro, mostrando su vulnerabilidad. Durante un largo rato permanecieron en esa posición, abrazados en la tranquilidad de su pequeño comedor, con el único sonido del lejano tictac del reloj de pared. En los brazos de Indira, Sameer sintió una chispa de su fuerza perdida, el calor de su amor aliviando lentamente el dolor de su corazón.

Cuando por fin se apartó, Indira le quitó suavemente las lágrimas de las mejillas. −Estaremos bien, Sameer. Juntos, como siempre −susurró, con la voz llena de determinación.

Él asintió, encontrando consuelo en sus palabras. 

Sameer empezó a sentirse mejor para cuando recogieron la mesa y apagaron las luces. Se dirigieron a su pequeño dormitorio y siguieron hablando de asuntos no relacionados con el trabajo hasta que se quedaron dormidos.

 

En Singapur, durante las mañanas de invierno, no se siente frío, sino un suave abrazo cálido que envuelve la ciudad en una brumosa humedad. El aire es denso y pesado, cargado de la humedad del mar. A menudo cubierto de nubes persistentes, el cielo se tiñe de gris, suavizando la luz del sol en un suave resplandor difuso que ilumina suavemente las calles. 

A medida que sale el sol, la temperatura se mantiene en torno a los 20 grados centígrados, lo que se considera fresco para los estándares singapurenses, pero todavía más cálido que en la mayoría de otros lugares durante el invierno. De vez en cuando, una suave brisa agita esporádicamente el aire, trayendo consigo el familiar aroma a lluvia que suele acompañar a los climas tropicales de esta región. Las tranquilas mañanas de invierno en Singapur suelen proporcionar un comienzo del día sereno y sin prisas. 

Sameer ya estaba en su escritorio antes de que su familia pudiese desayunar al día siguiente. Normalmente, Indira ayudaba a los niños a prepararse para ir al colegio mientras Sameer se ocupaba de la comida, pero aquella mañana era diferente. Le pidió a Indira que se ocupara de todo. Quería hablar con su jefa apenas se conectara. Ella le había prometido algo y él quería explicaciones.

Debido a la inestabilidad de la empresa, Sameer había tenido cinco jefes distintos en los últimos dos años, los cuales no le habían dedicado mucho tiempo. Todos siguieron un patrón similar: fueron ascendidos rápidamente o dimitieron, dejando todos los acuerdos pendientes con Sameer para que se encargara la siguiente persona.

Su actual jefa era una joven que también venía de la India. Llevaba menos de un año en la empresa y fue ella quien ofreció a Sameer el puesto de jefe si entregaba a tiempo los proyectos que ella dirigía. 

Sameer empezó a charlar con ella en cuanto su avatar se tornó verde en la pantalla. Oyó cómo Indira y los niños se despedían, pero se centró en la conversación que estaba manteniendo. 

Para su decepción, durante los veinte minutos que chatearon, ella ignoró por completo el tema de su promoción y se centró únicamente en el trabajo. Un cliente estaba exigiendo cambios en el diseño de su sitio web, los cuales no eran necesarios ni fáciles, pero que se tenían que hacer. 

Él se dio cuenta de que esta vez tendría que hablar con ella cara a cara, así que le dijo que ese día tendría que ir a la oficina para resolver los problemas del cliente. Esta petición la pilló por sorpresa, pero aceptó.

Sameer siempre prefería ropa práctica y modesta, eligiendo los tonos apagados y comodidad por encima de estilo. Aquella mañana portaba una camisa blanca abotonada y bien planchada y unos pantalones oscuros ligeramente holgados. Aunque desgastados, sus zapatos negros estaban pulidos, y unos calcetines blancos asomaban por debajo de los dobladillos. Un sencillo cinturón negro lo sujetaba todo, y un funcional reloj adornaba su muñeca. Sameer también llevaba una fina cadena de oro alrededor del cuello, un regalo de sus padres que nunca se quitaba.

A medida que avanzaba el día en Singapur, el aire se volvía más húmedo. La niebla se disipó para mostrar el verdor y el colorido del paisaje urbano. El sol empezó a aparecer por detrás de las nubes, creando un juego de luces en las calles. Para el mediodía, el refrescante frescor de la mañana habría dado paso al calor del día. 

Hacia las diez de la mañana, Sameer salió de su apartamento en Jurong East y se dirigió a la oficina. Caminó por un sendero conocido hasta la estación de MRT de Jurong East, sus pies se movían casi automáticamente por la ruta trillada. Cuando llegó a la estación noto que el ambiente era más relajado que lo que hubiese sido una hora antes. La hora punta había pasado y ahora había un flujo constante de viajeros, jubilados y jóvenes madres con cochecitos.

Sameer pasó su tarjeta EZ-Link por el lector de la entrada; el familiar pitido señaló el inicio de su viaje. Bajó por las escaleras mecánicas hasta el andén, sintiendo cómo el aire fresco de los conductos de ventilación subterráneos le ofrecían un breve alivio del calor exterior. El tren llegó con un suave silbido, su exterior plateado brillaba bajo las luces de la estación. Sameer subió y se sentó cerca de la ventanilla, agradecido por la tranquilidad que ofrecía esta hora del día.

Cuando el tren se puso en marcha, la ciudad se desplegó ante él. Vio una mezcla de altísimos pisos HDB y bellos parques que salpicaban la expansión urbana de Singapur. El trayecto de Jurong East a Raffles Place, en el Distrito Central de Negocios (CBD) de Singapur, le llevó unos 30 minutos, y atravesó una mezcla de barrios antiguos y nuevos. Cuando llegó a la estación, Sameer bajó rápidamente del tren.

El camino a su oficina era corto y agradable: senderos flanqueados por césped bien cuidado y grupos de árboles que daban sombra. Los modernos edificios del Distrito Central de Negocios (CBD) se alzaban altos y brillantes, muy distintos de los de Jurong East.

Sameer tuvo que respirar hondo al llegar a la entrada del edificio donde se encontraba su empresa, como preparándose mentalmente para el día que le esperaba. No había planeado nada y no sabía si su jefa estaría disponible en algún momento del día, solo sabía que necesitaba urgentemente una explicación.

La oficina de WebWave Solutions era un espacio pequeño y bullicioso, lleno de energía y ruido constante de actividad. Estaba situada en la décima planta de un edificio antiguo, muy distinto de los elegantes y modernos diseños que se ven en las revistas de tecnología. Aquí, los escritorios estaban apretados unos contra otros, dejando apenas espacio para que los empleados se pudieran movilizar.

La mayoría de los trabajadores eran indios y formaban un grupo muy unido de diseñadores, desarrolladores y personal de apoyo que se habían trasladado a Singapur en busca de mejores oportunidades. El ambiente era animado, con conversaciones en hindi, chino, malayo y “singlish”, que es un idioma local que mezcla el inglés con elementos del malayo, el mandarín, el tamil y varios dialectos chinos, algo que representa la multiculturalidad de Singapur.

Los escritorios estaban llenos de objetos personales, como fotos familiares, elementos religiosos y aperitivos caseros, los que añadían calidez y familiaridad al abarrotado espacio. Papeles, cuadernos y tazas de café medio vacías llenaban todas las superficies disponibles, contribuyendo a la sensación de caos organizado que definía el lugar.

Las pocas y pequeñas oficinas que había a un lado de la sala estaban ocupadas por singapurenses, en su mayoría gerentes y jefes de equipo. Estos jefes observaban los progresos de los trabajadores desde lejos, permaneciendo ajenos al caos cotidiano.

Las zonas comunes eran pequeñas. El área de descanso tenía una mesa encajada en un rincón, siempre abarrotada con tazas de té, envoltorios de galletas y periódicos indios. En este espacio siempre se podían escuchar animadas conversaciones, ya que los empleados se reunían para compartir chismes o intercambiar noticias de su país, antes de volver a sus estaciones. 

En general, en la oficina siempre se percibía un fuerte aroma a curry y sudor.

Como Sameer no formaba parte del equipo que podía trabajar en la oficina, no disponía de un escritorio asignado. Por lo tanto, decidió llegar justo antes del mediodía para ver qué sitio quedaba libre. Por suerte, encontró uno justo delante del de su jefa.

Sameer se sentó en el escritorio libre y empezó a trabajar. Sus dedos se movían mecánicamente sobre el teclado mientras pasaba horas retocando colores, ajustando diseños y reconfigurando menús de navegación según las peticiones del cliente. Todo esto mientras una voz persistente en su mente le susurraba que nada de lo que estaba haciendo importaba realmente.

En algún momento del día vio pasar a Rajat, a quien promovieron en vez de él, estaba charlando animadamente con su jefa. Rajat siempre era así: bullero, seguro de sí mismo y con sus ideas a flor de piel. Cuando la risa de Rajat resonó en la habitación, Sameer sintió que un nudo de frustración se le apretaba en el pecho. “¿Era esto lo que hacía falta para triunfar? ¿Todo su esfuerzo carecía de sentido si no había espectáculo?.

A lo largo del día, Sameer no dejaba de mirar a su jefa mientras esta entraba y salía de reuniones y llamadas telefónicas. Buscaba una pausa en su agenda que le indicara que podría estar dispuesta a hablar. Las horas pasaban lentamente mientras Sameer observaba cómo sus compañeros iban abandonando poco a poco la oficina, lo que le hacía sentirse cansado y fatigado. Sin embargo, no podía irse sin obtener una respuesta.

Cuando la oficina estaba casi vacía vio su oportunidad. Su jefa se levantó de la mesa y fue a por café, tenía un rostro de ansiedad y llevaba el teléfono pegado a la oreja. Sameer esperó a que terminara su llamada y se quedó de pie junto a su escritorio mientras ella volvía a su sitio.

−¿Jefa? −gritó, con voz vacilante. 

Esta hizo una pausa y se volvió hacia él enarcando una ceja.

 −¿Tiene un minuto? −continuó Sameer.

La joven suspiró suavemente y miró su reloj. −Que sea rápido, Sameer. Tengo otra conferencia telefónica en unos minutos.

Tragó saliva con dificultad, tratando de ordenar sus pensamientos y formar palabras que de alguna manera transmitieran la profundidad de su decepción sin sonar desesperado. Pero era difícil, estaba nervioso y avergonzado. −Quería preguntarle por el ascenso al puesto de jefe de diseño. He oído que han elegido a otra persona.

La expresión de ella cambió, tal vez un atisbo de culpabilidad cruzó brevemente por su mente, pero logro enmascararlo con su habitual expresión serena. −Sí, Sameer, es cierto. Sin embargo, la decisión no se debió únicamente a la calidad del trabajo.

El corazón de Sameer latía con fuerza mientras escuchaba, la habitación se encogía a su alrededor a medida que ella continuaba.

−La dirección seleccionó a Rajat, que forma parte de un equipo distinto al tuyo −continuó, eligiendo cuidadosamente sus palabras−. Él ha desempeñado un papel decisivo en el establecimiento de nuevas relaciones con los clientes y ha tomado la iniciativa de dirigir algunos de nuestros proyectos más originales. El equipo directivo ha observado sus esfuerzos por superar expectativas habituales: introducir nuevas herramientas, ofrecer ideas frescas en reuniones y, en general, ampliar su papel más allá del ámbito estándar.

−Vaya, es impresionante, teniendo en cuenta el poco tiempo que lleva en la empresa −comentó Sameer, un poco molesto.

−Sameer… Entiendo que has estado trabajando duro. Sin embargo, no se trata solo del tiempo que estás en la empresa; también es importante adaptarse al negocio. El enfoque de Rajat está alineado con la dirección de la empresa −dijo la mujer.

Sameer sintió un golpe frío en el pecho. Siempre había sido diligente y se había centrado en perfeccionar su trabajo. Sin embargo, nunca había sido de los que sobrepasaban los límites o buscaban protagonismo. Trabajaba dentro de su rol, cumpliendo lo que se le pedía, pero nunca se le había ocurrido que eso pudiera verse como falta de ambición. 

−Siempre he intentado asegurarme de que todo lo que hago sea correcto −dijo, con una voz mezcla de confusión y dolor−. Creía que aquí se apreciaba coherencia y fiabilidad.

−Así es −respondió ella, con tono suave pero firme−. Pero la empresa busca líderes. No es que tu trabajo no se aprecie, pero el liderazgo es algo más que hacer bien el trabajo. Consiste en impulsar el cambio, anticiparse a las necesidades y, a veces, salir de tu zona de confort.

Sameer asintió lentamente con la cabeza. −Lo comprendo −dijo en voz baja.

Ella se dio cuenta de que estaba a punto de irse y añadió: −Eres un activo valioso para el equipo, Sameer. No lo olvides… Sigue haciendo lo que haces, y recuerda que la empresa siempre busca gente que pueda asumir más.

Sameer notó el sutil cambio en su tono de voz, como si ya estuviera planeando algo. 

−Habrá otras oportunidades −concluyó. Sin embargo, sus palabras parecían más bien una forma de desviar la conversación de sus preocupaciones y volver al panorama general.

Cuando miró su reloj, el mensaje quedó claro: la conversación había terminado. −Tengo que prepararme para mi llamada −dijo casi como una ocurrencia tardía.

Sameer asintió, más decepcionado que antes. −Gracias, jefa −dijo en voz baja, pero las palabras le parecieron distantes. Se dio la vuelta y volvió a su escritorio, dándose cuenta de que, aunque le dolía escucharlo, la joven le había transmitido un mensaje claro.

No pudo evitar entender que nunca había dedicado tiempo a conocerla, y probablemente ahora era demasiado tarde. Estaba claro que era una buena ejecutiva y, según la perspectiva de la empresa, estaba destacando en su puesto así que probablemente la ascenderían pronto.

Mientras regresaba a su casa, Sameer continuaba reflexionando sobre las palabras de su jefa. No era la respuesta que había estado esperando, pero era una respuesta que tendría que aceptar. Durante horas, había buscado una explicación que diera sentido a todo por lo que había trabajado. Pero lo que recibió fue un frío recordatorio de cómo funcionaba el mundo empresarial.

Llegó tarde a casa y su familia ya había terminado de cenar. Al entrar en el salón, vio a sus hijos sentados en la mesita, haciendo los deberes. Lila, con el cabello largo y oscuro recogido en una coleta, estaba muy concentrada en su cuaderno, con el ceño fruncido. Jai, su hermano gemelo, parecía menos concentrado, dividiendo su atención entre los problemas de matemáticas que tenía delante y un robot de juguete escondido debajo de la mesa.

−Papá, ¿puedes ayudarme con esto? −preguntó Lila, mirándolo con sus grandes y expresivos ojos. Era la más estudiosa de los dos, siempre deseosa de aprender y complacer.

Sameer sonrió, sintiendo una pequeña oleada de orgullo. −Por supuesto, querida−, le dijo, sentándose a su lado. Mientras le explicaba el problema de matemáticas, sintió una momentánea sensación de paz. Ayudar a sus hijos con los deberes era una de las pocas ocasiones en que se sentía útil, realmente apreciado, respetado, admirado y, sobre todo, querido.

Cuando Sameer estaba con su familia, sentía la calidez y el confort que nunca le proporcionó su trabajo. No había agendas ocultas, políticas de oficina ni sensación de incapacidad. A diferencia del mundo indiferente y calculado de su oficina, donde a menudo se sentía invisible, en casa se sentía realmente visto y apreciado.

−Papá, ¿podemos jugar después de cenar? −preguntó Jai, con voz esperanzada.

Sameer dudó. Aún le quedaba trabajo por hacer: correos electrónicos que responder y una presentación para su jefa. Sin embargo, la mirada esperanzada de su hijo le hizo apartar esos pensamientos. −Claro, podemos jugar un rato −aceptó, despeinando a Jai.

Indira se unió a la pequeña mesa y pidió a los niños que compartieran con su padre su día en la escuela. Se le iluminaron los ojos cuando contaron sus aventuras en el patio y sus bromas en clase. Sameer escuchaba, intentando concentrarse en la felicidad que tenía delante, pero su mente no dejaba de desviarse hacia las facturas vencidas, las deudas crecientes y la falta de oportunidades en el trabajo. 

Empezó a sentirse miserable de nuevo, un fracaso para su familia.

Cada risa, cada sonrisa inocente, era un doloroso recordatorio de lo que él pensaba no podía proporcionarles. La alegría en sus rostros acentuaba la distancia entre lo que merecían y lo que él podía darles. A Sameer le dolía el corazón por las promesas incumplidas, temiendo que esas risas inocentes se convirtieran en decepción algún día.

No podía quitarse de encima la sensación de que los estaba defraudando. Su incapacidad para conseguir un ascenso significaba que había fracasado como proveedor, padre y marido. La idea de que Indira aceptara en silencio la carga de su economía, sin quejarse ni una sola vez, aumentaba su desesperación. Se sentía pequeño, insignificante e impotente a pesar de sus crecientes necesidades.

Sameer tragó saliva, forzando una sonrisa mientras seguía escuchando sus historias. Sin embargo, por dentro se sentía aplastado y roto. Deseaba poder ser y hacer más, pero lo único que veía era cómo se quedaba corto.

Después de acostar a los niños, Sameer se quedó en el tranquilo y desordenado salón, con la mente repleta de una mezcla de ansiedad y desesperación. No podía seguir así. El ascenso que esperaba era ahora un recuerdo lejano y doloroso, y con él se iba lo que le quedaba de optimismo sobre su trabajo actual.

Se dio cuenta de que algo tenía que cambiar. Necesitaba encontrar una forma de aumentar sus ingresos para cubrir las carencias que su salario en WebWave Solutions no podía cubrir. Pero, ¿qué podía hacer? Las largas horas de trabajo no le dejaban mucho tiempo para un segundo empleo. Indira, que seguía siendo optimista sobre la economía, no podía trabajar más horas en la peluquería porque tenía que cuidar a sus hijos pequeños por las tardes.

Pensó en proyectos freelance, trabajos a tiempo parcial, empleos de fin de semana e incluso en vender algunas de sus pertenencias. Sin embargo, ninguna de estas opciones parecía adecuada o factible. Necesitaba una solución más inmediata que les sacara rápidamente de este dilema. 

¿Qué tal algo… diferente? Algo como… ¿probar suerte, tal vez?, pensó, con la idea de jugar con su futuro parpadeando en su mente.

Y entonces, casi de forma involuntaria, su mente voló hacia una idea que se le había cruzado antes, pero que siempre había descartado por tonta: la lotería. Era absurdo, lo sabía. Las probabilidades estaban en su contra y no era una solución real, pero en su desesperación, empezó a parecerle una chispa de esperanza, una solución rápida que podría, con un golpe de suerte, resolver todos sus problemas.

La pregunta “¿Y si…?” continuaba siendo atrayente y peligrosa. ¿Y si esta podía ser su salida? ¿Y si, por una vez, el destino estaba de su lado? El pensamiento empezó a arraigarse sutil e insidiosamente mientras consideraba cuánto de sus limitados ingresos podía permitirse arriesgar por la remota posibilidad de que las cosas finalmente salieran como ellos querían.

Aquella noche, Sameer estaba tumbado en la cama junto a Indira, mirando al techo y sin poder dormir. La idea del billete de lotería anidada ya en sus pensamientos. Sabía que era una locura, pero también era el único rayo de esperanza que le quedaba. En la oscuridad, tomó una decisión silenciosa: lo intentaría. Era una posibilidad remota, pero se sentía como la única que tenía ahora mismo. “No tengo nada que perder, pensó, y con eso, se quedó dormido.

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